En 1979, cuando me incorporé al mundo laboral, aún
no se había creado el término «reestructuración». Todo nuevo empleado podía
introducirse en el aparato burocrático, y hacerse en él un pequeño nido que
podía mantener así durante décadas. Me sentí como una feliz y pequeña termita
que vivía en una mansión victoriana a la que se añadían continuamente nuevas
habitaciones. Me alimentaba de las vigas, cheque tras cheque, y nadie observaba
siquiera las diminutas huellas que dejaban mis dientes.
Recuerdo mi primer trabajo de «personal» en un gran
banco de San Francisco. Corría el año 1980. Mi socio Dean y yo fuimos retirados
del programa de formación para directivos y colocados en un «proyecto
especial».
El término «proyecto especial» significa: «Todos los
verdaderos trabajos están ocupados por personas que, a primera vista, no
parecen ni remotamente tan incompetentes como usted». Eso fue ciertamente así
en mi caso. Dean, por su parte, era bastante bueno mostrándose competente, pero
su teoría era que lo estaban castigando por haberle dicho algo a alguien.
Nuestro trabajo consistió en crear un sistema de
información computerizado para las sucursales del banco. Éramos las personas
perfectas para ese trabajo: Dean había visto una computadora en una ocasión, y
en cuanto a mí..., bueno, una vez le había oído a Dean hablar de ello.
Se nos instaló en una sala de almacenaje sin
utilizar, en el sótano, junto al garaje, lo bastante grande como para contener
dos destartaladas mesas y unas sillas crujientes. Tenía paredes blancas y
peladas, un suelo sin moqueta, ni una sola ventana y producía un molesto eco.
Era como la celda de una prisión, pero sin el acceso a la biblioteca y al
gimnasio.
En ocasiones, yo trataba de conseguir que otras
personas de la empresa me transmitieran información importante para nuestro
proyecto. La respuesta era siempre la misma: « ¿Quién es usted y por qué quiere
saberlo?»
Trataba de parecer importante, invocando el nombre
de pila del vicepresidente ejecutivo, y añadiendo que el destino del mundo
libre dependía de la vital transferencia de información. Decía, por ejemplo:
«Bill lo necesita... para que nuestra gran nación siga siendo libre».
No sé porqué, pero siempre lograban adivinar que yo
no era más que un tipo de veintidós años con el cabello mal peinado y un traje
barato, que se pasaba el día sentado en una sala de almacenaje situada junto al
garaje. Si ese día yo tenía la vena especialmente carismática, tenían la
cortesía de dedicarme un epíteto antes de colgarme el teléfono.
Finalmente, Dean y yo degeneramos hasta llegar a una
rutina que consistía en sentarnos en nuestra pequeña sala sin decorar para
chismorrear sobre nuestros compañeros, cuadrar nuestras cuentas corrientes, y
fantasear sobre si ese día habría salido o no el sol. Cuando nos aburríamos,
creábamos hipótesis sobre la información que necesitábamos, hablábamos de eso
durante horas y estábamos bastante seguros de saber cómo debería ser. Luego, la
preparábamos como «exigencias del usuario» y se la entregábamos a una mujer llamada
Bárbara, que programó el sistema en unas dos semanas. Todo el proyecto nos
ocupó aproximadamente un año, porque no es la clase de cosa que uno desea acabar precipitadamente.
Una vez terminado, los resultados del sistema fueron
notablemente inexactos, pero nuestro jefe nos aseguró que estaba bien porque,
de todos modos, sólo utilizaba cifras que apoyaban su propia opinión personal.
Fue durante ese año cuando me di cuenta de que el
mundo funcionaría mucho más suavemente si las empresas emplearan a mucha menos
gente como yo. Durante los años siguientes, los directores de todo el mundo
parecieron llegar a esa misma conclusión. Eso fue el amanecer de la
reestructuración.
La primera ronda de reestructuración acabó con
personas como Dean y como yo,[1] personas que ocupaban puestos de trabajo que parecían buenos en
cuanto a su concepto, pero que no aportaban valor legítimo a nadie. La empresa
mejoró sus ganancias y nadie tuvo que trabajar más duro a consecuencia de ello.
La segunda ronda de reestructuración fue mucho más
dura. Los empleados que quedaron tuvieron que trabajar más duro para hacerse
cargo de los deberes de quienes habían sido despedidos. Pero en muchos casos
hubo empleados «exentos», lo que significaba que trabajaban horas extra sin
montar una gran algarabía por el cobro de las mismas. Resultado: las empresas
mejoraron sus ganancias. Sabían que habían encontrado un filón.
Durante la tercera ronda de reestructuración se
eliminaron puestos de trabajo esenciales y en grandes números, pero sobre todo
en aquellos departamentos en donde el impacto no se dejaría notar hasta por lo
menos un año más tarde. Entre ellos se incluyen, por ejemplo, la investigación,
el desarrollo de nuevos sistemas, la expansión del negocio y la formación.
Resultado: las empresas mejoraron sus ganancias. Aquel condenado pozo de la
reestructuración parecía no tener fondo.
Las empresas más osadas, que contemplan la cuarta
ronda de reestructuración, confían en las promesas de la «reestructuración»
para liberar algo de carbón humano para alimentar la barbacoa reducida (para un
análisis especializado de la reestructuración, véase el capítulo 23).
El secreto del funcionamiento
de la reestructuración es que los directores reconozcan el impacto psicológico.
Los experimentos realizados con animales de laboratorio demuestran que si se
aplican choques eléctricos continuos a un perro cautivo, su factura eléctrica
terminará por ser tan grande que acabará enojándose con el perro. Las empresas
aplican esta misma teoría médica a la reestructuración. Las primeras rondas
suelen afectar a la gente que no le cae bien a nadie. Esos son fáciles. En las
rondas posteriores, los directores empiezan a detestar genuinamente a los
empleados que quedan. Se muestran lo bastante despiadados como para despedir incluso
a miembros de la familia, mientras tararean melodías de moda. Es entonces
cuando empiezan los verdaderos ahorros.
MIS PROPIAS
EXPERIENCIAS CON LA REESTRUCTURACIÓN
Durante la fase bancaria de mi carrera, tuve la oportunidad de
trabajar en una serie de puestos para los que estaba meticulosamente
descalificado. Afortunadamente, ninguna de esas tareas suponía valor añadido
para la empresa, de modo que mi incompetencia no causó graves daños a la economía
local.
En un momento de esa carrera, trabajé en el
departamento de préstamos comerciales, concretamente en la sección de
«Préstamos profesionales» (préstamos a médicos para montar sus consultorios), a
pesar de que yo nunca había suscrito un préstamo ni recibido una sola clase
acerca de cómo concederlos. Veteranos empleados de préstamos recibieron
instrucciones de someter sus propuestas a nuestro departamento para su
aprobación. Cada préstamo era revisado por los cinco miembros del grupo (por si
a alguien se le pasaba algo por alto) y luego lo llevábamos a nuestro jefe para
su «verdadera» aprobación.
A pesar de no tener ninguna formación, aprendí mucho
con este trabajo:
• Los médicos son malos clientes porque pueden recetarse medicamentos
a sí mismos.
• Según mi ex jefe, todos los clientes chinos defraudan en sus
impuestos, con lo que obtienen una excelente liquidez para devolver sus
préstamos. (Más tarde supe que se trataba de una generalización injusta).
• Si tu compañero lleva cada día la taza de café al baño para lavarla,
puedes estar seguro de que lo hace para sentarse en el retrete a tomar café.
Cuando se inició la reestructuración no dolió mucho.
En lugar de cinco personas que no ofrecíamos valor añadido, quedamos cuatro,
luego tres y finalmente sólo me quedé yo. Me ocupé de hacerle saber a todo el
mundo que yo estaba haciendo «el trabajo de cinco personas». Nadie se apiadó de
mi, porque todo el mundo hacía «el trabajo de cinco personas», a juzgar por lo
que se decía por ahí.
Finalmente, dejé el puesto de trabajo. Durante los
últimos trece años, nadie ha estado haciendo el trabajo de cinco personas, pero
no ha habido quejas. Eso fue una indicación bastante clara de que la reducción
de plantilla era algo con futuro.
REESTRUCTURACIÓN
INTELIGENTE DE PLÁNTULA
Los pesimistas señalan que las primeras personas que huyen de una
empresa en dificultades son las más inteligentes, ya que obtienen las mejores
condiciones de despido y consiguen inmediatamente trabajo en otra parte. Los
empleados lerdos, sin embargo, se quedan en la empresa y producen un trabajo de
mala calidad, que compensan trabajando largas horas y produciendo más trabajo
de mala calidad por persona que antes. Los pesimistas quieren hacernos creer
que esto es malo.
Una vez que se marcharon todos los inteligentes, las
empresas se dieron cuenta de que tenían que procurar que las reducciones de
plantilla parecieran más un desarrollo positivo, para tratar de mantener alta
la moral.[1] Eso se consiguió a través de un proceso creativo mediante el que se inventaron frases de sonido agradable, todas ellas venían a significar
aproximadamente lo mismo:
«Está
usted despedido» (1980).
«Se ha quedado sin trabajo» (1985).
«Está incluido en la reestructuración» (1990).
«Se ha visto usted afectado por la reducción de la empresa a su tamaño
adecuado» (1992).
Espero que la tendencia continúe. Durante el
transcurso de los próximos cinco años, verá utilizar las siguientes frases:
«¡Ha sido usted felizmente reestructurado!» «Ha quedado usted reducido a su
nivel espléndido». «Ha quedado usted orgasmizado».
[1] Por alguna razón
inexplicable, la moral era baja entre aquellos empleados que se daban cuenta de
que su carga de trabajo se veía triplicada, sus salarios se mantenían
inamovibles, y seguían estando allí después de que los «buenos» se hubieran
marchado.
REESTRUCTURACIÓN DE
PLANTILLA ILUSTRADA
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