martes, 8 de mayo de 2012

Reestructuracion y retiros voluntarios


En 1979, cuando me incorporé al mundo laboral, aún no se había creado el término «reestructuración». Todo nuevo empleado podía introducirse en el aparato burocrático, y hacerse en él un pequeño nido que podía mantener así durante décadas. Me sentí como una feliz y pequeña termita que vivía en una mansión victoriana a la que se añadían continuamente nuevas habitaciones. Me alimentaba de las vigas, cheque tras cheque, y nadie observaba siquiera las diminutas huellas que dejaban mis dientes.
Recuerdo mi primer trabajo de «personal» en un gran banco de San Francisco. Corría el año 1980. Mi socio Dean y yo fuimos retirados del programa de formación para directivos y colocados en un «proyecto especial».
El término «proyecto especial» significa: «Todos los verdaderos trabajos están ocupados por personas que, a primera vista, no parecen ni remotamente tan incompetentes como usted». Eso fue ciertamente así en mi caso. Dean, por su parte, era bastante bueno mostrándose competente, pero su teoría era que lo estaban castigando por haberle dicho algo a alguien.
Nuestro trabajo consistió en crear un sistema de información computerizado para las sucursales del banco. Éramos las personas perfectas para ese trabajo: Dean había visto una computadora en una ocasión, y en cuanto a mí..., bueno, una vez le había oído a Dean hablar de ello.
Se nos instaló en una sala de almacenaje sin utilizar, en el sótano, junto al garaje, lo bastante grande como para contener dos destartaladas mesas y unas sillas crujientes. Tenía paredes blancas y peladas, un suelo sin moqueta, ni una sola ventana y producía un molesto eco. Era como la celda de una prisión, pero sin el acceso a la biblioteca y al gimnasio.
En ocasiones, yo trataba de conseguir que otras personas de la empresa me transmitieran información importante para nuestro proyecto. La respuesta era siempre la misma: « ¿Quién es usted y por qué quiere saberlo?»
Trataba de parecer importante, invocando el nombre de pila del vicepresidente ejecutivo, y añadiendo que el destino del mundo libre dependía de la vital transferencia de información. Decía, por ejemplo: «Bill lo necesita... para que nuestra gran nación siga siendo libre».
No sé porqué, pero siempre lograban adivinar que yo no era más que un tipo de veintidós años con el cabello mal peinado y un traje barato, que se pasaba el día sentado en una sala de almacenaje situada junto al garaje. Si ese día yo tenía la vena especialmente carismática, tenían la cortesía de dedicarme un epíteto antes de colgarme el teléfono.
Finalmente, Dean y yo degeneramos hasta llegar a una rutina que consistía en sentarnos en nuestra pequeña sala sin decorar para chismorrear sobre nuestros compañeros, cuadrar nuestras cuentas corrientes, y fantasear sobre si ese día habría salido o no el sol. Cuando nos aburríamos, creábamos hipótesis sobre la información que necesitábamos, hablábamos de eso durante horas y estábamos bastante seguros de saber cómo debería ser. Luego, la preparábamos como «exigencias del usuario» y se la entregábamos a una mujer llamada Bárbara, que programó el sistema en unas dos semanas. Todo el proyecto nos ocupó aproximadamente un año, porque no es la clase de cosa que uno desea acabar precipitadamente.
Una vez terminado, los resultados del sistema fueron notablemente inexactos, pero nuestro jefe nos aseguró que estaba bien porque, de todos modos, sólo utilizaba cifras que apoyaban su propia opinión personal.
Fue durante ese año cuando me di cuenta de que el mundo funcionaría mucho más suavemente si las empresas emplearan a mucha menos gente como yo. Durante los años siguientes, los directores de todo el mundo parecieron llegar a esa misma conclusión. Eso fue el amanecer de la reestructuración.


La primera ronda de reestructuración acabó con personas como Dean y como yo,[1] personas que ocupaban puestos de trabajo que parecían buenos en cuanto a su concepto, pero que no aportaban valor legítimo a nadie. La empresa mejoró sus ganancias y nadie tuvo que trabajar más duro a consecuencia de ello.
La segunda ronda de reestructuración fue mucho más dura. Los empleados que quedaron tuvieron que trabajar más duro para hacerse cargo de los deberes de quienes habían sido despedidos. Pero en muchos casos hubo empleados «exentos», lo que significaba que trabajaban horas extra sin montar una gran algarabía por el cobro de las mismas. Resultado: las empresas mejoraron sus ganancias. Sabían que habían encontrado un filón.
Durante la tercera ronda de reestructuración se eliminaron puestos de trabajo esenciales y en grandes números, pero sobre todo en aquellos departamentos en donde el impacto no se dejaría notar hasta por lo menos un año más tarde. Entre ellos se incluyen, por ejemplo, la investigación, el desarrollo de nuevos sistemas, la expansión del negocio y la formación. Resultado: las empresas mejoraron sus ganancias. Aquel condenado pozo de la reestructuración parecía no tener fondo.

Las empresas más osadas, que contemplan la cuarta ronda de reestructuración, confían en las promesas de la «reestructuración» para liberar algo de carbón humano para alimentar la barbacoa reducida (para un análisis especializado de la reestructuración, véase el capítulo 23).
El secreto del funcionamiento de la reestructuración es que los directores reconozcan el impacto psicológico. Los experimentos realizados con animales de laboratorio demuestran que si se aplican choques eléctricos continuos a un perro cautivo, su factura eléctrica terminará por ser tan grande que acabará enojándose con el perro. Las empresas aplican esta misma teoría médica a la reestructuración. Las primeras rondas suelen afectar a la gente que no le cae bien a nadie. Esos son fáciles. En las rondas posteriores, los directores empiezan a detestar genuinamente a los empleados que quedan. Se muestran lo bastante despiadados como para despedir incluso a miembros de la familia, mientras tararean melodías de moda. Es entonces cuando empiezan los verdaderos ahorros.


MIS PROPIAS EXPERIENCIAS CON LA REESTRUCTURACIÓN

Durante la fase bancaria de mi carrera, tuve la oportunidad de trabajar en una serie de puestos para los que estaba meticulosamente descalificado. Afortunadamente, ninguna de esas tareas suponía valor añadido para la empresa, de modo que mi incompetencia no causó graves daños a la economía local.

En un momento de esa carrera, trabajé en el departamento de préstamos comerciales, concretamente en la sección de «Préstamos profesionales» (préstamos a médicos para montar sus consultorios), a pesar de que yo nunca había suscrito un préstamo ni recibido una sola clase acerca de cómo concederlos. Veteranos empleados de préstamos recibieron instrucciones de someter sus propuestas a nuestro departamento para su aprobación. Cada préstamo era revisado por los cinco miembros del grupo (por si a alguien se le pasaba algo por alto) y luego lo llevábamos a nuestro jefe para su «verdadera» aprobación.

A pesar de no tener ninguna formación, aprendí mucho con este trabajo:
• Los médicos son malos clientes porque pueden recetarse medicamentos a sí mismos.
• Según mi ex jefe, todos los clientes chinos defraudan en sus impuestos, con lo que obtienen una excelente liquidez para devolver sus préstamos. (Más tarde supe que se trataba de una generalización injusta).
• Si tu compañero lleva cada día la taza de café al baño para lavarla, puedes estar seguro de que lo hace para sentarse en el retrete a tomar café.

Cuando se inició la reestructuración no dolió mucho. En lugar de cinco personas que no ofrecíamos valor añadido, quedamos cuatro, luego tres y finalmente sólo me quedé yo. Me ocupé de hacerle saber a todo el mundo que yo estaba haciendo «el trabajo de cinco personas». Nadie se apiadó de mi, porque todo el mundo hacía «el trabajo de cinco personas», a juzgar por lo que se decía por ahí.

Finalmente, dejé el puesto de trabajo. Durante los últimos trece años, nadie ha estado haciendo el trabajo de cinco personas, pero no ha habido quejas. Eso fue una indicación bastante clara de que la reducción de plantilla era algo con futuro.

REESTRUCTURACIÓN INTELIGENTE DE PLÁNTULA

Los pesimistas señalan que las primeras personas que huyen de una empresa en dificultades son las más inteligentes, ya que obtienen las mejores condiciones de despido y consiguen inmediatamente trabajo en otra parte. Los empleados lerdos, sin embargo, se quedan en la empresa y producen un trabajo de mala calidad, que compensan trabajando largas horas y produciendo más trabajo de mala calidad por persona que antes. Los pesimistas quieren hacernos creer que esto es malo.

Una vez que se marcharon todos los inteligentes, las empresas se dieron cuenta de que tenían que procurar que las reducciones de plantilla parecieran más un desarrollo positivo, para tratar de mantener alta la moral.[1] Eso se consiguió a través de un proceso creativo mediante el que se inventaron frases de sonido agradable, todas ellas venían a significar aproximadamente lo mismo:

«Está usted despedido» (1980).
«Se ha quedado sin trabajo» (1985).
«Está incluido en la reestructuración» (1990).
«Se ha visto usted afectado por la reducción de la empresa a su tamaño adecuado» (1992).

Espero que la tendencia continúe. Durante el transcurso de los próximos cinco años, verá utilizar las siguientes frases: «¡Ha sido usted felizmente reestructurado!» «Ha quedado usted reducido a su nivel espléndido». «Ha quedado usted orgasmizado».


[1] Por alguna razón inexplicable, la moral era baja entre aquellos empleados que se daban cuenta de que su carga de trabajo se veía triplicada, sus salarios se mantenían inamovibles, y seguían estando allí después de que los «buenos» se hubieran marchado.

REESTRUCTURACIÓN DE PLANTILLA ILUSTRADA









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